Planeta Yoista. ®. (Relato. Reflexión)

 

Planeta Yoista. ®.
(Relato tétrico de la existencia)
Reflexión (En lengua española)
Jorge Ofitas. 

En un desierto infinito de piedras cobrizas, bajo un cielo perpetuamente oscuro donde una lluvia roja cae sin cesar. En el centro de este páramo desolado se alza una pirámide de proporciones colosales, su cima perdiéndose en la negrura, como si intentara perforar el mismo tejido de la realidad. La propia pirámide parece hecha del mismo metal rojizo y opaco que las piedras del suelo, absorbiendo la poca luz que se filtra a través de la cortina de lluvia carmesí.

Y luego están ellos. Innumerables seres humanos, sus cuerpos magullados y embarrados por la lluvia sanguinolenta, aferrándose desesperadamente a las resbaladizas paredes de la pirámide. No hay orden, solo una masa caótica de individuos luchando por ascender, cada uno intentando ganar un mísero metro, una insignificante fracción de distancia hacia la cima inalcanzable.

En este mundo de oscuridad y desesperación, un único reflejo de sol, pálido y espectral, se abre paso brevemente entre las nubes opacas, iluminando por un instante la escena con una luz tétrica y reveladora. Es entonces cuando se hace evidente el objetivo de esta ascensión frenética: la punta de la pirámide irradia una luz tenue, casi imperceptible en la penumbra constante, pero que para esta multitud representa la única promesa de salvación, de escape de la lluvia roja y la oscuridad opresiva.

No había dioses ni profetas que hubieran ordenado esta ascensión. No había una promesa clara de lo que aguardaba en la cima, solo el instinto primario de escapar de la miseria y alcanzar esa tenue luz que prometía, quizás ilusoriamente, un respiro de la lluvia roja y la sofocante oscuridad.

La codicia era el único evangelio en este desierto de piedra cobriza. Cada centímetro ganado en la empinada pared de la pirámide se arrebataba a otro con uñas y dientes, con empujones brutales y silenciosos actos de desesperación. Los más fuertes pisoteaban a los débiles, los ágiles se deslizaban entre los cuerpos exhaustos, y los que caían eran engullidos por la masa informe de abajo, sus gritos ahogados por el repiqueteo constante de la lluvia carmesí contra la piedra.

En la base de la pirámide, aquellos que no se atrevían o no podían escalar, observaban con una mezcla de envidia y resentimiento. Algunos intentaban arrebatar a los que descendían forzosamente cualquier pertenencia o información que pudieran tener, perpetuando el ciclo de codicia y violencia.

Mientras la masa informe de escaladores se retorcía y luchaba por cada palmo de la pirámide cobriza, en la base, una multitud igualmente numerosa permanecía inmóvil, observando la ascensión con una mezcla compleja de emociones. No era resignación lo que se veía en sus rostros, sino una especie de altivez sombría, un orgullo retorcido que les impedía unirse a la frenética escalada. Preferían soportar la lluvia roja y la oscuridad en su posición, aferrándose a una dignidad vacía.

Una tercera agrupación de seres humanos se arremolinaba, en una espera paciente y pasiva, alrededor de la base de la pirámide cobriza. Estos individuos no mostraban ni la codicia febril de los escaladores ni el orgullo petrificado de los que se negaban a ascender. Su rasgo distintivo era una profunda ignorancia, una falta de comprensión total de la situación en la que se encontraban. Esperaban su turno para arrancar una pequeña lasca de la pirámide, sin entender el propósito de su acción.

Más allá de las multitudes, un cuarto grupo de seres humanos vagaba solitario por el desierto de piedras cobrizas: los despojados, marcados por el agotamiento y la desilusión. Entre ellos, algunos habían sucumbido a un odio virulento, flagelando a cualquiera que se cruzara en su camino, encontrando un retorcido alivio en infligir sufrimiento.

Finalmente, en las zonas más alejadas, se encontraba el quinto grupo, consumido por la envidia. Ocultos entre las rocas, fabricaban flechas rudimentarias para disparar a aquellos que lograban alcanzar la cima de la pirámide, negándoles cualquier posible triunfo.

Y así, bajo la eterna lluvia roja y la sombra de la colosal pirámide cobriza, la humanidad se debatía en un ciclo interminable de codicia, orgullo, ignorancia, odio y envidia. Cada grupo, atrapado en su propia forma de tormento, contribuía a la miseria colectiva, sin que la tenue luz de la cima ofreciera una verdadera promesa de salvación, sino más bien un blanco para la desesperación y el resentimiento de los que nunca la alcanzarían. El desierto cobrizo seguía siendo un testimonio mudo de la oscuridad que reside en el corazón humano.




Autor relato: Jorge Ofitas. 
(Con la colaboración estelar de IA)
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