El corazón de Verne dio un vuelco. Aquel hombre, con su aire de estoica soledad y su mirada fija en el horizonte, no era Ernest Hemingway, pero era alguien que conocía tan bien como a sus propios personajes. Era Santiago, el viejo del mar. Verne lo había leído, había sentido su lucha en las páginas.
Se acercó lentamente, la brisa marina agitándole el cabello. La sorpresa le impedía hablar de inmediato. ¿Cómo era posible? ¿Había viajado no solo al pasado, sino también al interior de una obra literaria... de nuevo? Y, si era así, dónde estaba Hemingway?
Verne intentó llamarlo, hizo señales con los brazos desde la orilla de la playa, moviéndolos con desesperación. Pero Santiago permaneció inmóvil, su mirada clavada en el vasto azul del océano, como si Verne no existiera, como si fuera una brisa invisible o una ondulación más en el aire. La frustración y una creciente sensación de irrealidad invadieron a Verne.
Fue entonces cuando oyó unos pasos cercanos sobre la arena, un sonido rítmico que no era el de las olas. Se giró y vio a un hombre robusto, con una sonrisa amplia en el rostro y un brillo pícaro en los ojos, caminando tranquilamente por la orilla. Llevaba una botella de vino en una mano, y su semblante relajado contrastaba con la tensión que Verne sentía. Era Ernest Hemingway.
—¿Qué tal, joven? Te veo algo despistado. ¿Buscas algo en particular en esta orilla del mundo? —dijo Hemingway, su voz ronca y amigable, ofreciéndole la botella de vino.
Verne, recuperándose, aceptó un trago, la "magia especial" en su bolsillo ya surtiendo efecto, suavizando su sorpresa y abriendo su mente.
—Ernest Hemingway, supongo —dijo Verne, con una sonrisa—. Julio Verne, novelista. Y sí, busco algo. Busco entendimiento. Vengo de un tiempo donde los ecos de otra gran guerra amenazan con estallar, y necesito comprender la locura que ha llevado a la humanidad a conflictos como este. He venido a verte, sabiendo que tú estuviste en el corazón de esto.
Hemingway asintió gravemente, su sonrisa se desvaneció, pero la calidez permaneció en sus ojos. Señaló hacia la arena cercana.
—Ven. No es lugar para hablar de lo que vimos de pie.
Se dirigieron a unos pocos metros de la orilla, donde Hemingway extendió una vieja manta sobre la arena, bajo la suave brisa marina. Se sentaron, las olas rompiendo rítmicamente. Hemingway tomó un largo trago de vino, sus ojos fijos en el horizonte.
—¿La locura, dices? —comenzó Hemingway, su voz ahora era grave, cada palabra cargada de peso—. La guerra, amigo Verne, es una bestia voraz. Aquí, en España, hemos visto su primer bocado. Es la podredumbre del alma humana, la ambición, el miedo, la ideología retorcida... todo fermentando hasta explotar. He visto a hombres luchar con un valor indomable por una causa en la que creían, y he visto la crueldad más vil nacida del odio ciego. No hay gloria en la guerra, Verne, solo sacrificio y pérdida. Se lucha por lo que se ama, sí, pero siempre se pierde más de lo que se gana.
Hemingway tomó otro trago, y luego continuó, su mirada ahora fija en Verne, una chispa de profundo reconocimiento.
—Lo que verás después de España, esa Segunda Guerra Mundial de la que hablas, no es más que la bestia creciendo. Más grande, más sangrienta, con más maquinaria para la destrucción. La lección es siempre la misma: el hombre es capaz de lo más sublime y de lo más atroz. La guerra no se trata solo de frentes y estrategias, sino del corazón humano destrozado, de la elección constante entre la desesperación y la dignidad. Los supervivientes no son los más fuertes, sino los que, de alguna manera, logran aferrarse a un fragmento de humanidad, por pequeño que sea.
Verne escuchaba, la mirada fija en el rostro curtido de Hemingway. Las palabras del autor no eran un informe de hechos, sino un testimonio crudo y esencial del alma humana bajo presión. Entendió que la próxima guerra, y quizás la que él temía en su propio tiempo, no eran solo eventos históricos, sino repeticiones de una misma y dolorosa lección sobre la naturaleza inmutable del hombre. La sabiduría de Hemingway no era la que se encontraba en los libros de historia, sino la que se grababa en el alma a golpe de sangre y experiencia. La mirada de Hemingway se tornó más cálida, una sonrisa asomó, una que iba más allá del simple conocimiento literario.
—Siempre sentí una conexión con tu visión, Julio. Esa capacidad tuya de ver más allá, de intuir los futuros que otros ni soñaban. No son tus libros lo que reconozco, aunque sean grandiosos, sino la luz que proyectabas, esa misma que te hacía un visionario, un adelantado. Es bueno verte finalmente. Aunque, claro, tú no podías saberlo. No todos están preparados para ver tan lejos o tan claro como tú.
Verne sintió un escalofrío. La familiaridad de Hemingway no era solo la de un colega o un lector, sino la de un espíritu afín, capaz de percibir esa singularidad que él mismo no siempre comprendía. La realidad se doblaba de nuevo, revelando conexiones invisibles.
Estaban apurando lo último de la botella de vino cuando, desde la orilla, una figura familiar se acercó, caminando despacio por la arena. Era Santiago, el viejo pescador, con el sol de la tarde reflejándose en su rostro y, sorprendentemente, un pez grande en la mano, un ejemplar magnífico, sin las marcas de la lucha feroz con los tiburones que Verne recordaba de la novela. Santiago, con una dignidad silenciosa, dejó el pez junto a la barca y se sentó cerca de ellos, mirando el mar.
Hemingway sonrió, una sonrisa de satisfacción que era más que simple alegría. Miró a Santiago, luego a Verne, y finalmente regresó su mirada al mar.
—Esta vez no se lo han comido los tiburones, ¿verdad, viejo? —dijo Hemingway, su voz suave, con un matiz de triunfo en la pregunta que solo Santiago y Verne parecían entender.
Verne, comprendiendo el milagro meta-literario que acababa de presenciar —una historia reescrita, un destino alterado—, asintió, una lágrima de asombro y esperanza asomando en sus ojos. Entendió entonces que la intervención en el tiempo no solo era viajar, sino también, quizás, la oportunidad de que la humanidad escribiera un final diferente a sus propias tragedias. Miró a Hemingway. En su rostro curtido por la vida y la guerra, Verne ya no veía la sombra de un final trágico conocido, sino la inmortalidad de un espíritu que perdura en sus personajes, en sus palabras y en la mente de quienes lo leen, un testimonio de que la esencia de un ser trasciende su destino físico.
El aire comenzó a vibrar alrededor de Verne, la pócima anunciaba su regreso.
—Gracias, Ernest —dijo Verne, poniéndose en pie, con una nueva y profunda comprensión en su mirada—. Gracias por las lecciones. Por tu verdad.
Con un último vistazo a Hemingway y a Santiago, que ahora parecía más real que nunca, un brillo intenso lo envolvió, y con un repentino parpadeo, Julio Verne desapareció. Dejó atrás el susurro de las olas, el olor a salitre, y la quietud de una playa donde, por un instante, la ficción y la realidad habían danzado, reescribiendo destinos.
FIN
Autor relato: Jorge Ofitas. ®.
Autor Serie Sueños Verne: Jorge Ofitas.®.
Europe. 2025. ®.
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