Verne y Robinson Crusoe. ®.


Verne y Robinson Crusoe. ®.
Micro- Relato. VI. 
(La Isla de los Sueños Literarios)
Serie Sueños Verne. 
Autor: Jorge Ofitas. 


Verne sintió el familiar cosquilleo de la pócima en su garganta, seguido de la profunda quietud de la meditación trascendental. Un instante después, una luz cegadora lo envolvió. Abrió los ojos con dificultad, parpadeando bajo un sol implacable que le quemaba la piel. Estaba tumbado sobre arena fina y cálida, el sonido rítmico de las olas rompiendo a lo lejos. Se incorporó, sintiendo el cuerpo pesado, y al instante lo supo. No era un sueño cualquiera, ni un viaje a un punto real del pasado o el futuro. La atmósfera, el aire salado, la vegetación exuberante... estaba en el año 1719, en la mítica isla de Robinson Crusoe, la creación inmortal de un novelista llamado Defoe. Su primera incursión consciente en una obra literaria.

Se puso en pie, sacudiéndose la arena de sus ropas, y comenzó a explorar la playa con la expectación de un explorador que ha pisado un continente virgen. Su corazón latía con la emoción de conocer al legendario náufrago. Sin embargo, lo que encontró no fue la figura solitaria que esperaba. A lo lejos, entre las palmeras, vio una silueta. Un hombre. Verne aceleró el paso, gritando con entusiasmo:

—¡Robinson Crusoe! ¡Soy Julio Verne!

Pero el hombre se giró, y Verne notó de inmediato que su piel era de un tono más oscuro, sus rasgos diferentes a los que había imaginado para Crusoe. Era Viernes. Verne se detuvo en seco, la confusión nublando su entusiasmo.

"¿Quién es este hombre?", pensó Verne, pero rápidamente su mente saltó a la única explicación posible dentro de la novela. Con una mezcla de extrañeza y curiosidad, preguntó, señalando a su alrededor:

—Disculpa, ¿podrías indicarme dónde está Robinson Crusoe? Lo estoy buscando.

Viernes, con una expresión de asombro y quizás algo de recelo ante aquel hombre con ropas extrañas que hablaba su nombre sin conocerlo, ladeó la cabeza. Levantó una mano y, con un gesto incierto, señaló hacia la jungla que se extendía tierra adentro, balbuceando unas pocas palabras en su idioma natal que Verne no pudo comprender. Era claro que la comunicación sería un desafío.

Verne asintió, comprendiendo la dificultad. Decidió adentrarse en la pequeña jungla que bordeaba la playa, siguiendo la dirección que Viernes había indicado. El aire se volvió más denso, cargado con el aroma de la tierra húmeda y la flora exótica. Los sonidos de la selva lo envolvían, pero de repente, un crujido de maleza llamó su atención.

De entre las hojas, emergió un hombre de aspecto severo, con una pluma en la mano y una mirada de profunda incredulidad y enfado. Era Daniel Defoe. El autor, con el ceño fruncido, se acercó a Verne, su voz resonando con una autoridad que no dejaba lugar a dudas.

—¿Qué haces tú aquí, señor? —exclamó Defoe, señalando con la pluma hacia Verne—. ¡Esta es mi obra! ¿Cómo te atreves a invadirla sin mi permiso? ¡Exijo una explicación por esta intromisión en mi creación!

Verne, sin inmutarse, sacó un pequeño frasco de su bolsillo. Contenía un líquido resplandeciente, su "magia especial" para las interacciones. Con una calma sorprendente, le tendió el frasco a Defoe.

—Discúlpeme, señor Defoe —dijo Verne, con una sonrisa amable—. Soy Julio Verne, un novelista francés del futuro. Tenía muchísimas ganas de conocer a Robinson Crusoe. Verá, sus personajes tienen una cualidad tan... vívida que sentí la imperiosa necesidad de experimentarlo de primera mano. Es un honor, a pesar de las circunstancias, conocer al creador de semejante universo.

Defoe, ante la inusual calma de Verne y la curiosidad que le inspiraba el extraño frasco, bajó la pluma. Una chispa de tolerancia, o quizás de asombro, pareció encenderse en sus ojos. En ese preciso instante, antes de que Defoe pudiera responder, un hombre con ropas gastadas y barba poblada, su figura familiar para Verne por innumerables ilustraciones, apareció corriendo desde el interior de la jungla. Era Robinson Crusoe.

Con una expresión de alivio y una calidez inesperada, Crusoe se lanzó directamente hacia Verne.

—¡Por fin llegas! —exclamó Crusoe, estrechando a Verne en un fuerte abrazo—. ¡Llevaba tanto tiempo esperándote!

Verne se quedó paralizado por el asombro. El abrazo era firme, real, y la familiaridad en la voz de Crusoe lo descolocó por completo. Lo miró fijamente, sus pupilas dilatadas y llenas de extrañeza, incapaz de comprender cómo aquel personaje, al que él venía a conocer, parecía conocerlo a él de toda la vida. La lógica de la novela, de sus propios viajes, se desdibujaba ante aquella recepción tan personal.
Con una empatía y una calidez que siempre le caracterizaban, Verne logró articular la pregunta que le quemaba la lengua.

—Mi querido Robinson —comenzó Verne, con una sonrisa amable mientras le devolvía el abrazo—, es un inmenso placer y un honor encontrarte, créeme. Pero debo confesarte que estoy sorprendido... ¿Por qué tanta familiaridad? ¿Por qué me estabas esperando?

Robinson Crusoe se apartó ligeramente, manteniendo sus manos en los hombros de Verne. Su mirada, profunda y sabia, se clavó en los ojos del novelista francés.

—Pero, ¿es que no me reconoces? —preguntó Crusoe, con un tono que no era de reproche, sino de una familiaridad casi dolorosa, como si hablaran de algo que ambos deberían recordar. Su voz bajó, un susurro que Defoe, a pocos pasos, no pudo escuchar. 
—En esta isla, Verne, uno aprende la verdad sobre la existencia. Yo soy tu imaginación hecha carne. Soy cada aventura que has soñado, cada horizonte inexplorado que te ha llamado. Siempre he estado aquí, en el límite de tu mente, esperando a que dieras el paso, a que encontraras la pócima que te traería hasta el lugar donde los personajes cobran vida propia. Sabía que vendrías. Siempre vienes. Crusoe, con una sonrisa cómplice, tomó a Verne del brazo.

—Acompáñame, Verne —dijo, comenzando a adentrarse aún más en la frondosa maleza, guiando al atónito novelista.

Defoe, con el rostro desencajado y su pluma temblando en la mano, comenzó a caminar también, pero sus pasos eran arrastrados y llenos de indignación.

—¡Esto es inaudito! —mascullaba Defoe para sí mismo, pero lo suficientemente alto para que el eco de la jungla lo escuchara—. ¡Esa es mi obra! ¿Cómo podéis tomar determinaciones dentro de mi obra sin mi permiso? ¡Mis personajes, cobrando vida por su cuenta! ¡Y el tal Verne! ¡Y el tal... Defoe! Esto... ¡esto es una aberración!

Verne y Crusoe se internaron más y más en el corazón de la isla. Las quejas de Defoe se desvanecían tras ellos, ahogadas por el canto de los pájaros exóticos y el susurro de las hojas. De repente, entre un denso grupo de palmeras y arbustos, apareció un resplandor metálico. Era discreto, casi mimetizado con la vegetación, pero inconfundible para Verne. Allí, esperando, como si siempre hubiera estado en esa isla inhóspita desde el principio de los tiempos, se encontraba su máquina del tiempo.
Verne se detuvo en seco, sus ojos fijos en el artefacto.

—Pero... ¡esta es mi máquina del tiempo! —exclamó Verne, con la voz apenas un hilo, la sorpresa transformándose en una abrumadora revelación. —¿Qué hace... aquí?

Robinson Crusoe se giró hacia él, su sonrisa ahora era enigmática, casi divina. Sus ojos brillaban con una sabiduría ancestral.

—No, Verne —dijo Crusoe, su voz resonando con la autoridad de una verdad inmutable. —No es tu máquina del tiempo. Era mi máquina del tiempo. Fue el artefacto que utilicé, el catalizador primigenio, para crearte a ti... y para crear a Defoe. Siempre lo fue. Esta isla es el punto de origen de todas las historias, de todas las imaginaciones.

Verne sintió que su propia existencia se reescribía en ese instante. Él había creído crear a Robinson Crusoe, pero era Crusoe quien lo había creado a él. La cadena de la imaginación era cíclica, infinita.
Robinson Crusoe señaló la máquina con un gesto.

—Ahora, tómala. Es hora de que vuelvas a tu tiempo. No te preocupes, ya la recuperaré yo. Es el ciclo. Y recuerda, Julio: los personajes literarios son tan valiosos como los de carne y hueso, porque en ellos reside la verdadera inmortalidad de la imaginación.

Un brillo intenso envolvió a Verne. Asimilando la impactante revelación, subió a la máquina. Con un último destello, desapareció. La máquina del tiempo permaneció, silenciosa, bajo la bóveda de hojas, mientras el eco de las protestas de Defoe se perdía en el infinito de la creación.


FIN

Autor relato: Jorge Ofitas. 
Autor Serie Sueños Verne: Jorge Ofitas. 
Spain. 2025. Europe: 2025

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