Verne y Marco Aurelio. ®.


 Verne y Marco Aurelio. ®.
Novela corta. 
Episodio. 12.
Serie Seueños Verne.  ®.
Realismo mágico.
Filosofía. Metafísica.
Mística. Ciencia Ficción.
Autor: Jorge Ofitas. ®.

Capítulo I: El Viajero Inesperado

El aire vibraba con una electricidad inusual, no la de una tormenta inminente, sino la de una posibilidad inaudita. Verne, con su eterna curiosidad brillando en sus ojos perspicaces, sostenía en su mano una pequeña caja de madera de ébano. Dentro, unas grageas iridiscentes parecían pulsar con una luz propia, la promesa de los viajes más extraordinarios, no solo a través del espacio, sino del mismísimo tejido del tiempo y la realidad. Era un nuevo invento, una de esas fantasías científicas que solo él podía concebir y, más asombroso aún, hacer funcionar.

“Si las teorías de mi buen amigo el profesor son correctas, - murmuró para sí mismo -  ajustándose las gafas, - estas grageas, producto de la ‘pureza de la conciencia; deberían permitir una inmersión completa en cualquier ‘ahora’ que mi voluntad determine.

Con una mezcla de trepidación y excitante anticipación, Verne tomó una de las pequeñas píldoras brillantes y la llevó a su boca. El sabor era indescriptible, una mezcla de metal antiguo y una frescura etérea. Un zumbido comenzó en su cabeza, no doloroso, sino como un coro de miles de voces silenciosas, cada una susurrando un eco de una realidad diferente. Los contornos de su estudio empezaron a ondular, a estirarse, a difuminarse como acuarelas bajo La lluvia. Los colores se hicieron más intensos, luego se disolvieron en un torbellino de luz blanca que lo envolvió por completo.

Cuando la luz se estabilizó, Verne sintió el suave golpe de una brisa cálida y el aroma de las flores. El zumbido se disipó, dejando un silencio profundo, roto solo por el murmullo distante de lo que parecía ser una ciudad. Abrió los ojos.

No estaba en su estudio.

Frente a él se alzaba una estructura ciclópea de arcos rotos y piedra desgastada por el tiempo, pero aún imponente. El sol, cálido y mediterráneo, bañaba el entorno con una luz dorada. A su alrededor, viñedos de un verde vibrante se extendían hasta donde la vista alcanzaba, salpicados de olivos centenarios. El aire olía a tierra mojada, a uvas maduras y a algo indefiniblemente antiguo y sagrado. Estaba en lo que parecía ser una hacienda, con una casa señorial de piedra clara y líneas elegantes alzándose a lo lejos. Era de una belleza atemporal, la Hacienda de Bella Fortuna, en una Roma que, para la conciencia expandida de Verne, era el año 7000, aunque para Marco Aurelio era simplemente el “ahora eterno”.

La sorpresa apenas tuvo tiempo de instalarse cuando una voz serena, profunda y con un timbre que denotaba autoridad y cansancio, rompió el silencio.

Hola, Verne. ¿Cómo van esas máquinas del tiempo?...

Verne se giró abruptamente. Sentado bajo un viejo olivo, cuya copa ofrecía una sombra generosa, se encontraba un hombre. Vestía una sencilla toga blanca, y su rostro, marcado por líneas de experiencia y una profunda reflexión, era inconfundible. Era él. Era Marco Aurelio. Sus ojos, oscuros y penetrantes, observaban a Verne con una calma que sugería una comprensión que iba más allá de las palabras.

Verne se quedó momentáneamente sin habla, el aliento atrapado en su garganta. Esto era mucho más de lo que las grageas prometían: no solo la inmersión, sino un encuentro con la historia misma, o al menos, una manifestación consciente de ella.

“¿Em-emperador… Marco Aurelio?” balbuceó Verne, sintiéndose como un escolar.

Marco Aurelio asintió con una leve sonrisa.

“¿Y ya llegasteis a la Luna? ¿A la Luna?” preguntó con un tono de curiosidad tranquila.

La sorpresa se mezclaba con una familiaridad inesperada. Verne se dio cuenta de que Marco Aurelio parecía conocerlo, quizás a través de los mismos hilos temporales que le permitían a él estar allí.

“Siéntate, Verne. Comparte estas frutas. Es tarde para grandes discursos, pero nunca para un poco de filosofía bajo la sombra de un buen árbol.” Marco Aurelio hizo un gesto hacia el lugar junto a él, donde había un cesto con uvas y algunas granadas.

Verne, aún asimilando la magnitud del encuentro, se acercó y se sentó, sintiendo la tierra cálida bajo sus pies. Tomó una uva, su dulzura explotó en su boca. “Es… es un honor inmenso, Emperador. Nunca imaginé que mis viajes me llevarían a un encuentro así.”

“Dime, Verne, ¿es cierto que en tu tiempo la humanidad aún se aferra a la ilusión de una sola línea, de un solo tiempo? ¿O la comprensión del vasto telar de realidades ya ha echado raíces?”

La pregunta del emperador resonó en la mente de Verne. Era la esencia misma de su viaje, de su búsqueda.

“En mi tiempo, Emperador,” comenzó Verne, su voz recuperando la confianza habitual del narrador. “La mayoría de la humanidad aún percibe el tiempo como una flecha unidireccional. Pero unos pocos… unos pocos hemos vislumbrado las verdaderas profundidades. Estas grageas, mi último y más audaz experimento, me permiten ir más allá de esa percepción lineal.” Verne hizo un gesto hacia el cesto. “Son el resultado de la ‘pureza de la conciencia’, el catalizador que permite a mi mente proyectarse en diferentes ‘ahoras’.”

“Y, dime, ¿cómo lo haces? Explícamelo. ¿Cómo consigues viajar de aquí para allá?” inquirió Marco Aurelio, su interés genuino evidente en la quietud de su atención.

Verne se acomodó, sintiendo la extraña comodidad de la situación. “Es complejo, Emperador. Mis ‘grageas’ no son máquinas en el sentido que conocemos. Son concentrados de energía psíquica, de intención pura. Al tomarlas, mi conciencia se expande, se libera de las limitaciones de mi propio ‘ahora’ cronológico y puede sintonizar con las vibraciones de otros ‘ahoras’. Es un acto de voluntad, de visualización. Yo ‘elijo’ el tiempo y el lugar, y mi mente construye una representación familiar, tangible, de esa realidad. Es mi conciencia la que da forma a lo que percibo.”

Marco Aurelio escuchó atentamente, sin interrupciones, sus ojos fijos en el horizonte distante, como si la vasta extensión de los viñedos fuera la misma inmensidad del cosmos. Su sabiduría no era la de un hombre que se aferraba a dogmas, sino la de uno que comprendía la inmensa complejidad de la existencia.

“Una chispa de divinidad, entonces.” Murmuró Marco Aurelio, volviendo su mirada a Verne. “No muy diferente de lo que nuestros misterios en Menfis nos enseñaron a buscar. Pero dime, Verne, ¿qué precio tiene tal viaje? ¿Qué se gana o qué se pierde al disolver los velos de la ilusión?”

Verne consideró la pregunta. “Se gana una perspectiva inigualable, Emperador. Se comprende la recurrencia de los patrones, la futilidad de ciertos conflictos… Se pierde, quizás, una parte de la inocencia, la creencia en la unicidad de nuestra propia realidad. Se entiende que todo es un ‘ahora’, un eterno presente.”

“Admiro mucho tu trabajo, Verne.” Dijo Marco Aurelio con una serena aprobación. “Tu búsqueda, aunque por medios diferentes, no dista mucho de la mía.” Hizo una pausa, y su expresión se tornó más grave. “Pero hay una parte importante de todo este croquis multiverso que tú ignoras, Verne.”

Verne frunció el ceño, intrigado. “Decidme, Emperador.”

“¿Sabes en qué año estamos ahora?” preguntó Marco Aurelio, con una quietud que hacía la pregunta más profunda.

Verne sonrió, seguro de su respuesta. “Según mis cálculos y la sintonización de mis grageas, mi conciencia se ha proyectado en la Roma del año 7000. Es un futuro lejano para mí, pero un ‘ahora’ para vosotros.”

Marco Aurelio asintió lentamente, una pequeña sonrisa apareció en sus labios. “Sí, Verne, pero tú crees que yo soy Marco Aurelio y que estás en la Roma del siglo II.”

La afirmación golpeó a Verne como una revelación. Se había aferrado a la idea del año 7000, una conveniencia para su mente. Pero, ¿y si Marco Aurelio tenía razón?

“¿Crees que esta Bella Fortuna, estas uvas, yo… son lo que percibes, o hay más capas en este presente, en este ‘ningún año en absoluto’?” continuó Marco Aurelio, su voz suave, casi un susurro, pero cada palabra resonando con un eco profundo.

Verne sintió un escalofrío que no era de frío. La brisa otoñal parecía susurrar verdades incomprensibles. La distinción entre el año 7000 y el siglo II se difuminaba. El tiempo, para el emperador, era un concepto tan moldeable como el paisaje.

“Mi querido Verne, ¿has considerado que todo lo que estás viendo —esta hermosa Roma, esta tarde de primavera, y todo lo demás— es una pura proyección de tu conciencia?”

Las palabras de Marco Aurelio penetraron la mente de Verne, desmantelando sus estructuras de pensamiento. Sus grageas, ¿solo expandían su conciencia para proyectar su propia realidad deseada, en lugar de transportarlo a una preexistente? El concepto del “ahora” se volvía infinitamente más complejo.

“Sí, Verne, de acuerdo con el tiempo que tú manejas y tus coordenadas y tu sistema de viaje, es posible que estés en el año 7000. Comprendo la mecánica de tu percepción.” Marco Aurelio hizo una pausa, su mirada invitando a Verne a una comprensión más profunda. “Pero debes entender esto: en mi multiverso, ahora es el ahora. Para mí, este momento es el presente eterno. Pasado y futuro son ilusiones convenientes para la mente lineal. Lo que tú llamas el ‘siglo II’ y lo que tú llamas el ‘año 7000’ son simplemente puntos de convergencia en el ahora infinito. Es la misma Roma, la misma esencia, solo percibida desde diferentes ángulos de conciencia.”


Capítulo. II. ¿Qué es la maldad?

El sol comenzó a teñir el horizonte de anaranjados y púrpuras, proyectando sombras largas y etéreas sobre los viñedos de la Hacienda de Bella Fortuna. La atmósfera se tornó melancólica y reflexiva.

Verne asimiló la revelación. “Entonces, Emperador, si todo es un ‘ahora’ y los tiempos son meras perspectivas de conciencia, ¿qué ocurre con la maldad? En mis viajes he visto innumerables manifestaciones de crueldad, de injusticia, de destrucción a lo largo de lo que llamamos ‘historia’ o ‘futuro’. ¿Cómo encaja eso en vuestro croquis, en vuestro ‘Ahora’ infinito?”

Marco Aurelio miró el cielo teñido de carmesí, su expresión grave. “¿Qué es la maldad? Eso es lo que has visto tantas veces, Verne, y en todo lo que sucede.” Su voz era tranquila, pero portadora de la vasta experiencia de un emperador que había gobernado en tiempos turbulentos.

“Ten presente que es lo que muchas veces has visto.” Continuó Marco Aurelio, volviendo su mirada a Verne. “En suma, arriba y abajo hallarás las mismas cosas que llenan las fábulas de antaño, las intermedias y las de hoy, con que se llenan ahora las ciudades y las casas. Nada hay nuevo; todo es habitual y de escasa duración.”

Capítulo III: La Templanza del Alma

Verne asimiló las palabras de Marco Aurelio, la profundidad de su perspectiva sobre el tiempo y la existencia. Era una resonancia, una confirmación de intuiciones que él mismo había tenido en sus viajes más extremos. La maldad, entonces, no era una anomalía, sino una constante, un patrón que se repetía sin cesar, una parte efímera pero recurrente del vasto tapiz del “ahora”. Su mente, acostumbrada a desentrañar los misterios de la ciencia y la geografía, ahora se enfrentaba a una verdad más elusiva, la del espíritu humano a través de los siglos.

Marco Aurelio le observó, su mirada sabia posándose en la expresión reflexiva de Verne. Pareció comprender la procesión de pensamientos que cruzaban la mente del viajero del futuro. El atardecer cedía paso a la penumbra, y las sombras del jardín se alargaban, envolviendo las estatuas y los árboles en un velo misterioso. El aire se tornó más fresco, y una suave brisa susurró entre los cipreses.

Entonces, el emperador estoico, con una elegancia que el tiempo no había podido borrar, se incorporó con calma del lugar donde estaba sentado bajo el olivo. Su sotana blanca se movió suavemente con el gesto. Ofreció una mano a Verne, no en un gesto de ayuda, sino de invitación, una extensión de su compañía.

“Verne, ¿Me acompañas al paseo al Palacio Imperial?” dijo Marco Aurelio, su voz ahora más clara y directiva, pero siempre con una subyacente calidez.

Verne se incorporó de inmediato, una chispa de entusiasmo iluminando sus ojos. El ofrecimiento era una oportunidad única, no solo de continuar la conversación con el emperador en un nuevo escenario, sino de sumergirse aún más en la proyección consciente de este “ahora” romano. Sin embargo, al observar cómo los últimos rayos del sol teñían el horizonte de un naranja profundo, una punzada de la realidad de sus viajes, de la brevedad de esos encuentros trans - dimensionales, lo asaltó. El mecanismo de sus grageas tenía sus propios ciclos, y el final de su inmersión en este “ahora” se aproximaba.

“¡Querido Marco Aurelio!” respondió Verne, con una voz que reflejaba tanto respeto como una genuina emoción. “Sería para mí un honor inmenso acompañarle. Pero…”

Verne extendió una mano hacia el oeste, donde el sol se hundía rápidamente bajo el horizonte, tiñendo el cielo de tonos carmesí y violeta. La luz menguante acentuaba las sombras, creando una atmósfera de despedida inminente.

“El sol está cayendo, y pronto me marcharé.” La voz de Verne se tornó más grave, con un matiz de urgencia. Sabía que el momento de la disolución de su proyección consciente se acercaba. “Y, temo, no volveré a verte en este plano, al menos no de esta forma tan vívida.”

Sus ojos se fijaron con intensidad en los de Marco Aurelio, buscando una última verdad antes de que el velo del “ahora” se desvaneciera para él. La importancia de este encuentro final pesaba en el aire.

“Tienes que decirme algo importante antes de mi partida, Emperador. Algo que llevar conmigo a través de mis próximos viajes y realidades. Una última reflexión, una sabiduría crucial.”

Marco Aurelio escuchó con la misma quietud con la que observaba el horizonte al principio de su encuentro. Su mirada, llena de una profunda compasión y conocimiento, se posó en Verne, reconociendo la urgencia en sus palabras. El emperador asintió lentamente, su rostro iluminado por los últimos destellos del sol poniente, que le daban un aura casi etérea.

“Querido Verne,” dijo Marco Aurelio, su voz profunda como el murmullo de un río antiguo, pero clara y resonante en la quietud del jardín. El tono era de una despedida, sí, pero también de una enseñanza que debía perdurar.

“Si te marchas ahora, si tu conciencia te llama a otros ‘ahora’, entonces mis últimas palabras para ti serán estas, y escucha bien, pues son el centro de todo lo que he aprendido en mis meditaciones, en el fragor de la batalla y en la quietud de mi biblioteca:”

El emperador dio un paso más cerca de Verne, sus ojos fijos en los del viajero, transmitiendo una intensidad que iba más allá de las palabras.

“No te afanes por cambiar el mundo exterior, Verne, pues este es un flujo constante de apariencias y repeticiones. La maldad, como bien has comprendido, es un eco que resuena a través de las edades, una sombra que acompaña a la luz, habitual y de escasa duración en su manifestación individual, pero eterna en su potencial.”

“Tu verdadero viaje, tu más grande aventura, no reside en explorar lejanas tierras o futuros inimaginables, sino en el dominio de tu propio espíritu.” Marco Aurelio hizo una pausa, dejando que sus palabras calaran hondo. “Recuerda siempre esto: la única fortaleza inexpugnable es tu propia mente, y la única batalla que verdaderamente importa es la que libras contra tus propias pasiones y tus juicios erróneos.”

“Cultiva la virtud en cada pensamiento, en cada palabra, en cada acción. No busques el bien en lo externo, en la aprobación de los hombres o en la acumulación de logros. El bien reside en la coherencia de tu alma con la Razón universal, con la naturaleza misma del ‘Ahora’.”

“Acepta lo que no puedes cambiar con serenidad, y cambia lo que puedes con coraje. Y, por encima de todo, recuerda que eres una chispa del Logos, un fragmento de la Conciencia Eterna. No hay tiempo, no hay distancia, que pueda extinguir esa chispa. En cada ‘ahora’ al que viajes, lleva contigo esa verdad. La paz verdadera no se encuentra en la ausencia de tormenta, sino en la calma inquebrantable de tu propia alma en medio de ella.”

Marco Aurelio extendió su mano y colocó un dedo suavemente sobre el pecho de Verne, justo donde habría estado el corazón.

“Todo lo que necesitas, Verne, ya reside aquí.”

Mientras el sol se desvanecía por completo, y la primera estrella comenzaba a parpadear en el cielo crepuscular, la luz del jardín se volvió etérea, casi onírica. La figura de Marco Aurelio parecía fundirse con las sombras, como si él mismo fuera una manifestación de ese “Ahora” atemporal que profesaba.

Verne escuchó con atención reverente cada palabra del emperador, absorbiéndola como una esponja. El dedo de Marco Aurelio sobre su pecho se sintió como una corriente de energía, un sello a la verdad que se le estaba transmitiendo. La vastedad del consejo era abrumadora, pero la esencialidad era clara: el control interno era la única verdadera conquista.

Una nueva pregunta brotó en los labios de Verne, una que resonaba con la experiencia de la vida pública del emperador, un hombre que había gobernado un vasto imperio en medio de la adversidad.

“Emperador,” preguntó Verne, su voz apenas un susurro, cargada con una genuina curiosidad que desafiaba la inminencia de su partida. “Dada vuestra posición, expuesto a las miradas y juicios de tantos, a la crítica y al aplauso volátil, ¿qué patrón filosófico utilizáis para que la opinión de los demás no destruya vuestra imagen y podáis seguir con esa templanza que tanto os caracteriza?”

Marco Aurelio sonrió, una sonrisa sutil y melancólica, como quien ha visto el teatro de la vida repetirse innumerables veces. La luz del jardín ya era tenue, pero sus ojos brillaban con una lucidez inquebrantable.

“Querido Verne, ese es quizás uno de los pilares más firmes de mi existencia.” El emperador alzó la mirada hacia el cielo oscuro, donde las estrellas comenzaban a multiplicarse. “Mira el cosmos, Verne. ¿Acaso te preocupas por el juicio de una estrella fugaz sobre la magnificencia de una galaxia? Las opiniones de los hombres son a menudo como esas estrellas fugaces: brillantes por un instante, pero sin sustancia ni permanencia en el gran esquema del ‘Ahora’.”

Marco Aurelio volvió su mirada a Verne, su voz suave pero cargada de convicción. “**Mi patrón filosófico es simple, pero requiere una disciplina constante: el discernimiento y la indiferencia racional.”

“Primero, el discernimiento. Me pregunto: ¿es esta opinión algo que yo pueda controlar? ¿Es un juicio sobre mi carácter o sobre mis acciones, basado en la verdad y la Razón? La mayoría de las veces, las opiniones de los demás están más relacionadas con sus propias pasiones, sus miedos o sus aspiraciones, que con una evaluación justa de mi persona. Son como sombras que proyectan sobre mí, no la luz de mi ser."

“Si la crítica es justa y puede llevarme a mejorar mi virtud o mi servicio a la Razón, entonces la acojo y la agradezco, pues es un don. No es una destrucción de mi ‘imagen’, sino una oportunidad para pulir mi alma. Pero la imagen que el mundo tiene de mí es tan efímera como la espuma en el mar.”

“Luego, la indiferencia racional. Esto no es apatía, Verne, sino una profunda comprensión de lo que verdaderamente tiene valor. ¿De qué me sirve la alabanza si mi conciencia me reprocha? ¿Qué me daña la calumnia si sé que mi corazón es puro y mis intenciones nobles? La única opinión que verdaderamente importa es la del Logos universal, y la de mi propia conciencia, que es un fragmento de él.”

“Me retiro a mi propia fortaleza interna. Allí, ni el aplauso estruendoso ni el vituperio más cruel pueden penetrar. Mi valor no se mide por lo que los demás dicen de mí, sino por cómo vivo en consonancia con la virtud, con la justicia. 

Me retiro a mi propia fortaleza interna. Allí, ni el aplauso estruendoso ni el vituperio más cruel pueden penetrar. Mi valor no se mide por lo que los demás dicen de mí, sino por cómo vivo en consonancia con la virtud, con la justicia, con la sabiduría y la templanza. Si un hombre me juzga mal, pero yo sé que he actuado con rectitud, ¿acaso su juicio puede cambiar mi verdad? No. Es él quien se engaña, no yo quien se destruye.”

El emperador hizo un gesto con la mano, como si disipara una ilusión en el aire. “Los hombres, en su mayoría, persiguen la fama, el honor, la gloria… todo aquello que depende de la voluble voluntad de otros. Pero yo busco la eudaimonía, la florecimiento del espíritu, que solo puede encontrarse en la virtud y en la paz interior. Y eso, Verne, nadie te lo puede quitar ni destruir con su opinión, a menos que tú mismo le des ese poder.”

Una profunda calma emanaba de Marco Aurelio, una templanza que Verne nunca había presenciado con tanta claridad. El emperador se mantuvo erguido, imponente incluso en la penumbra creciente, un faro de serenidad en el vasto y caótico mar de la existencia. Las estrellas ahora brillaban con fuerza en el cielo de El Puerto de Santa María, Andalucía, España, una constelación que, para Verne, ahora parecía susurrar los antiguos principios del estoicismo.

Marco Aurelio, viendo la profunda reflexión en los ojos de Verne, y consciente de que el tiempo de su encuentro se agotaba, le dedicó una última mirada cargada de toda su sabiduría.

“Verne, te lo diré en pocas palabras:”

Su mirada se intensificó, fijándose en la esencia misma de Verne, como si quisiera grabar la enseñanza directamente en su alma.

“Suprime la opinión. La posibilidad de sufrir daño queda suprimida suprime la posibilidad de sufrir daño. El daño queda suprimido.”

Capítulo IV: La Despedida en el Palacio

Las últimas palabras de Marco Aurelio, grabadas a fuego en la conciencia de Verne, resonaron con una simplicidad y una verdad abrumadoras. “La posibilidad de sufrir daño queda suprimida si suprimes la posibilidad de sufrir daño. El daño queda suprimido.” No era una evasión del dolor, sino una redefinición de lo que realmente podía dañar el espíritu. El control radicaba en la propia percepción, en la fortaleza interna.

Mientras la profunda lección calaba en Verne, los dos hombres reanudaron su paso. El sendero del jardín se unía ahora a una vía más amplia, flanqueada por antorchas que comenzaban a encenderse, proyectando sombras danzantes sobre los muros cercanos. El aroma de los jardines se mezclaba con el de la leña quemada y el incienso que flotaba desde las casas cercanas.

A medida que se hacercaban al Palacio Imperial, la atmósfera cambió. La quietud del jardín dio paso a un murmullo creciente de voces. Figuras comenzaron a emerger de la penumbra: pretorianos con sus armaduras relucientes, filósofos con togas que se arremolinaban, senadores en sus atuendos distinguidos, y una multitud de ciudadanos romanos que, al reconocer la figura del emperador, se acercaban con respeto y admiración. Había abrazos, saludos, palabras de bienvenida y reverencias. Era un torbellino de actividad que contrastaba con la serena introspección que habían compartido.

Marco Aurelio respondía a cada saludo con una calma imperturbable, una sonrisa gentil o un gesto de cabeza, manteniendo su templanza incluso en el centro de la atención. Era evidente que su “indiferencia racional” no era frialdad, sino una profunda paz que le permitía interactuar sin ser arrastrado por el clamor externo.

Verne, sintiendo que su tiempo en este “ahora” se agotaba rápidamente, vio la oportunidad de una última y personal despedida. Avanzó un paso hacia Marco Aurelio, el corazón lleno de gratitud por la sabiduría compartida.

“Emperador…” comenzó Verne, su voz teñida de una sincera emoción. Tendió sus manos, listo para un abrazo que era tanto un agradecimiento como una despedida de un encuentro que trascendía las épocas.

Marco Aurelio aceptó el gesto de Verne con una calidez inusual. El abrazo fue breve pero profundo, un contacto entre dos almas que se habían encontrado en los confines de la conciencia. Al separarse, Marco Aurelio mantuvo sus manos en los hombros de Verne por un instante, su mirada penetrante y llena de significado.

Luego, el emperador retiró sus manos y, con un gesto pausado, miró hacia los lados, observando a la gente que les rodeaba, la multitud que le esperaba y se acercaba con respeto y curiosidad. Sus ojos recorrieron los rostros de los pretorianos, los senadores y los ciudadanos, deteniéndose en cada uno por un instante.

Y entonces, Marco Aurelio comprobó… que Verne se había marchado.

Había desaparecido.

No hubo un desvanecimiento gradual, ni un destello de luz. Simplemente, el espacio que ocupaba Julio Verne unos segundos antes, ahora estaba vacío. Era como si la proyección de su conciencia, una vez cumplido su propósito, se hubiera disuelto instantáneamente en el “Ahora” eterno, regresando a su origen, dejando solo un eco de su presencia. La multitud, absorta en saludar al emperador, no pareció percatarse de la ausencia repentina del extraño viajero.

Marco Aurelio, sin embargo, no mostró ni la más mínima sorpresa. Una sutil sonrisa, cargada de una comprensión milenaria, apareció en sus labios. Sabía que Verne no se había ido para siempre, sino que simplemente había regresado a su propio “ahora”, llevando consigo las semillas de la sabiduría compartida. Para el emperador, el encuentro había sido tan real y tan atemporal como la luz de las estrellas que ahora salpicaban el cielo…

Continuó su camino hacia el palacio, saludando a su gente, su templanza inalterable. El misterio de Verne, el viajero de las realidades, se había fundido con la inmensidad de su propia filosofía, confirmando que, en el vasto croquis multiverso, todas las chispas de conciencia están, en esencia, conectadas en un “ahora” eterno.

FIN DE LA NOVELA.

Autor novela: Jorge Ofitas.  ®.
Autor Serie Sueños Verne: Jorge Ofitas.  ®.
Europe. 2025.  ®.

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