Los pintores del mar. ®. (Novela corta)




Los pintores del mar. ®.
Novela corta. 
Realismo mágico. 
Suspense. Paranormal. 
Autor: Jorge Ofitas. 
Capítulo. 0. 
Buscando la inspiración. 

Marión, a pesar de ser una pintora parisina de renombre, estaba pasando por una racha de poco éxito. Vivía en un apartamento cerca de la Bastilla. Su tratante de arte, Margaret Garnier la aconsejó que alquilase una cabaña cerca del mediterráneo y se pusiera a terminar la colección pictórica que en unos días se expondría en una de las mejores galerías de la capital Francesa. 

Marión hizo caso a Margaret e introdujo todos sus artilugios de pintura, una maleta y alguna botella de vino en el maletero de su auto. Cuando enfiló la carretera hacia la costa azul pensaba en sus pinturas y de cual sería la próxima impronta colorista que plasmaría en su lienzo. Sonrió. Seguramente pintaré
algún atardecer mediterráneo, que iría muy bien con las otras piezas de su colección. 

Tras varias horas de agotador trayecto, Tchaikovski le hizo compañía en su reproductor de música. 

Llegó al atardecer por lo que no le daría tiempo de comenzar a pintar hasta el día siguiente. Descargó sus enseres se encerró en la cabaña y cuando hubo colocado todo abrió la puerta de su coqueta 
cabaña con las paredes exteriores forradas de gruesas y bonitas cáscaras de almejas. Desde la cabaña se divisaba una ensenada marítima de ensueño y a su izquierda una mansión o un hotel muy antiguo casi derruido. Un camino hecho de las mismas almejas que la casa, conducía directamente  a aquel monstruo de cemento ahora sin vida. Entonces vio a un corpulento hombre de mar de unos sesenta años salir del mar en una barca. 

- Um, un pescador de la zona. Se dijo: - No me faltará el pescado. 

Cuando el hombre desapareció se desnudó y fue hasta la orilla para despedir el día con un baño de yodo. Luego volvió a su cabaña y preparó algo ligero para cenar con un poco de vino bueno. 

Capítulo. I. 
La primera noche. 

La primera noche en la cabaña, Marión no pudo dormir. El suave rumor de las olas se había transformado en un murmullo constante que se colaba por las paredes. Se levantó y fue a la ventana. La luna llena iluminaba la playa, y justo frente a ella, el edificio abandonado se alzaba como un gigante sombrío, con las siluetas de las grúas dibujadas en el cielo. Un destello captó su atención en una de las ventanas del primer piso. No era la luz de la luna. Era un parpadeo tenue y rojizo, como el de una brasa. Marión contuvo la respiración. No creía mucho en fantasmas por lo que sospechó que allí vivía alguien, quizá fuese el hombre del mar. 

Sintiéndose impulsada por una mezcla de curiosidad y un miedo que le aceleraba el pulso, tomó su linterna. El haz de luz atravesó la oscuridad, revelando un camino de conchas de almejas, blancas y relucientes, que trazaba una línea perfecta desde la puerta de la cabaña hasta la entrada del edificio. Siguió el sendero y, al llegar, subió dos escalones. El interior estaba oscuro, silencioso. El reflejo de la luna entraba por las grandes ventanas sin cristal, dibujando sombras fantasmales en el suelo. Justo cuando estaba a punto de encender su linterna, una voz profunda y enérgica rompió el silencio.

—¡Váyase de aquí!

Marión dio un respingo, se dio la vuelta de inmediato y, con el corazón latiéndole como un tambor, salió corriendo. Las conchas de almejas crujían bajo sus pies mientras huía por el camino que la había llevado al misterio. No se detuvo hasta que llegó a la seguridad de la cabaña. Una vez adentro, cerró la puerta de golpe y todas las ventanas, bloqueando el mundo exterior. Cayó sobre el sofá, el cuerpo temblándole. El sueño no volvió. Cada crujido del viento, cada murmullo del mar, le pareció la voz que había oído, resonando en su cabeza.

Solo cuando el primer rayo de sol se coló por las rendijas de las cortinas, el pánico empezó a disiparse. Marión se levantó, se preparó un café y abrió la puerta de la cabaña. La playa amanecía tranquila, como si la noche anterior no hubiera ocurrido nada. El camino de conchas de almejas estaba allí, inalterable. El edificio, a la luz del sol, parecía menos amenazador, solo una estructurade hormigón oxidado con algunas estancias habitables. A la luz del día...  Marión se dio cuenta de que lo que parecía un esqueleto 
de algo que nunca llegó a ser era en realidad un viejo hotel en ruinas, un fantasma de la ambición que se alzaba sobre la playa.

Capítulo. II. 
Volver a París. 

Marión sentía que tenía que volverse a Paris, antes de empaquetar, se dirigió a la orilla. El agua estaba fría y vivificante. Sumergió todo su cuerpo en el mar de la mañana, lavando el miedo de la noche. El sol le calentaba la piel y la brisa marina le secaba el pelo. Al salir del agua, se sintió renovada, limpia de las sombras. El mar le había devuelto el valor. Ahora estaba lista. Lista para enfrentar la verdad, por terrible que fuera. Salió del agua y, sin pensarlo dos veces, corrió hacia el hotel en ruinas.

Mientras se dirigía hacia el camino de conchas, detuvo su paso. En el horizonte cercano, un punto oscuro se movía en el agua. Marión entrecerró los ojos. Era un hombre corpulento, nadando con brazadas fuertes y decididas. Iba directo hacia el hotel abandonado. Marión se quedó inmóvil, observando. El hombre llegó a la base del edificio y se perdió por una de las aberturas de los cimientos, 
esas que daban directamente a la construcción. La escena fue tan rápida que pareció irreal, un fantasma que entraba en su casa. El corazón de Marión volvió a acelerarse, pero esta vez, el miedo venía mezclado con una curiosidad insaciable.
Entró por la misma abertura por donde el hombre había desaparecido, subió los escalones de hormigón desgastado. El sol, a través de las ventanas sin cristal, iluminaba un espacio que  por la noche parecía oscuro y lúgubre, pero que a la luz del día era un inmenso salón de fiestas. Las columnas de mármol se alzaban rotas, los restos de una lámpara de araña yacían en el suelo. Pero lo que la dejó sin aliento fue lo que cubría las paredes. Miles de pinturas, todas hechas con tinta de calamar, formaban un mural gigantesco que cubría cada rincón del salón. 

Eran retratos de pescadores, olas rompiendo contra las rocas, barcos viejos, y siluetas de personas bailando bajo la luna. El olor a sal y a mar se mezclaba con el de la tinta, llenando el aire de una atmósfera extraña y maravillosa. El corazón de Marión se aceleró. Los pasos. Un sonido que por la noche le había provocado un miedo paralizante, ahora,  a la luz del sol, la llenaba de una mezcla de aprensión y curiosidad.

Capítulo. III. 
Un trazo valiente. 

Marión empezó a ojear las pinturas, cada una de ellas una obra de arte sublime. El detalle en las pinceladas, la forma en que la tinta de calamar capturaba la luz y la sombra, era simplemente magistral. Olvidó por completo el miedo de la noche, sumergida en ese mundo de arte. De pronto, un eco rompió la quietud del salón, revelando la presencia de unos pasos. Eran pesados y rítmicos, acercándose desde el fondo de la sala. Marión se quedó inmóvil, pegada a la pared, con la respiración contenida. La sorpresa se unía a un miedo renovado, pero esta vez, la curiosidad era más fuerte que la necesidad de huir.

La silueta del hombre corpulento de la mañana apareció por un pasillo. Se detuvo a unos metros de ella. Su rostro, surcado por arrugas profundas, se iluminó con una sonrisa que apenas le arrugaba los ojos. La voz, profunda y enérgica como la de la noche anterior, le dijo con calma:

—No se asuste. Soy un viejo pescador que pesca para vivir y poder pintar. Me llamo Mazlot.

Marión no pudo evitar sentir un estremecimiento. La voz era la misma de la noche anterior. A pesar de que la luz del sol lo hacía parecer menos amenazador, la tensión no había desaparecido por completo.

—Eso es lo que dice—respondió Marión con un tono de voz que intentaba sonar más firme de lo que se sentía;
—Muéstreme su documento de identidad.

Capítulo. IV. 
​El viejo pintor pescador. 

Mazlot le mostró a Marión su documento de identidad. El gesto de su mano, temblorosa por los años y el trabajo en el mar, fue lento y deliberado. Marión se fijó en la fotografía del carné: un hombre más joven, con el mismo rostro, pero con una mirada de rebeldía que el tiempo había suavizado. El nombre, Mazlot, no era un apodo, sino una identidad real. Se lo devolvió con un suspiro de alivio. La tensión abandonó su cuerpo, y la sonrisa que la noche le había robado volvió a su rostro.
—Me llamo Marión—dijo con una voz que era una invitación—. Estoy hospedada en la cabaña. ¿Le gustaría tomar un café o un té?
Mazlot sonrió. Era un hombre de cerca de 60 años, con la piel curtida por el sol y la sal. Sus manos, las mismas que creaban obras de arte con tinta de calamar, estaban cubiertas de manchas oscuras. A pesar de su apariencia, sus ojos irradiaban una dulzura inesperada.
—Acepto la invitación, Marión.
Sin decir nada más, se dio la vuelta y se adentró en el hotel. Marión lo siguió, mientras él tomaba una toalla de una de las columnas y se secaba el rostro. Salieron a la playa y caminaron juntos por el sendero de conchas, una pintora parisina y un solitario artista pescador. Ya en la cabaña, Marión sirvió dos tazas de té caliente. Mazlot se sentó en el mismo sofá donde Marión se había desplomado la noche anterior. 
El silencio entre ellos era diferente al de la oscuridad; ahora era reconfortante. Ambos se quedaron un momento contemplando el mar a través de la ventana.
—Sé a lo que has venido—dijo Mazlot de repente, rompiendo el silencio.
Marión lo miró, sorprendida. Había pensado que su viaje era un secreto, una huida.
—Has venido buscando el color del atardecer.
La afirmación de Mazlot la dejó sin palabras. ¿Cómo lo sabía?
—Así que eres adivino —dijo Marión, con una sonrisa que ya no era forzada.
Mazlot negó con la cabeza y le sonrió. La mirada de sus ojos era tan sabia y profunda que Marión sintió que no estaba hablando con un simple pescador.
—Has venido porque te faltan algunos cuadros para tu próximo concurso y galería.
El corazón de Marión dio un vuelco. No solo sabía que era pintora, sino que conocía los detalles más íntimos de su vida profesional. El hombre frente a ella no era un simple pescador, sino alguien que parecía saberlo todo sobre ella.
—¿Eres un espía o me estás siguiendo? —dijo Marión, la voz temblorosa de la ira y el miedo. Se levantó del sofá, con los puños apretados.
—¡Váyase ahora mismo de mi casa! O explíqueme a qué ha venido todo eso.
Mazlot la miró con una expresión de profunda tristeza. Se levantó en silencio, dejando la taza de té intacta. Se dirigió hacia la puerta, la abrió y, sin decir una palabra, se marchó. Marión lo vio caminar por el camino de conchas de almejas, de vuelta hacia el mar. Se subió a una barca vieja y se perdió en el horizonte, supuestamente a pescar.
​Tras la marcha de Mazlot, Marión se quedó sola, con el corazón en un puño. El sol brillaba en el cielo, pero la calidez no le llegaba. Buscó su caja de pinturas, sacó un lienzo en blanco y montó su caballete. Con la mente clara, y el recuerdo fresco del encuentro, se puso a pintar. No pintó el mar, ni el atardecer, ni la cabaña. Pintó el rostro de Mazlot, ese hombre increíble que había llegado a su vida de la forma más extraña, y que se había marchado sin dar una sola explicación.
​ 




Capítulo. V. 
El primer lienzo. 

Sus pinceles se movieron con una precisión que no había sentido en años. Capturó las arrugas de la piel curtida, la sabiduría de sus ojos y la dulzura de su sonrisa. Trabajó sin descanso, casi en un trance, hasta que el sol se puso, bañando la playa con los mismos tonos de naranja y púrpura que había venido a buscar. Una vez que el cuadro del rostro del marino pintor estuvo concluido, Marión se alejó del caballete. La obra era sublime. No era solo un retrato, era una historia. Había capturado el misterio, el miedo, la curiosidad y la conexión que había sentido con Mazlot. Al mirar el cuadro, se dio cuenta de que no había logrado capturar el color del atardecer, no al menos de la forma en que lo imaginaba.  Y en ese momento, supo que su viaje aún no había terminado.
Marión no volvió a ver a Mazlot. Se quedó en la cabaña por tres días más, pintando sin descanso. Cada atardecer, el sol pintaba el cielo con un color diferente, y Marión se concentraba en capturar esa esencia. El cuadro del rostro de Mazlot fue el catalizador que necesitaba. No era el color en sí, sino la emoción que había experimentado en la playa, la soledad, el misterio y el descubrimiento, lo que le dio la inspiración que necesitaba. Y en su último atardecer en la playa, pintó un cuadro que no era de un atardecer, sino de un azul profundo que se mezclaba con un negro absoluto.


Capitulo. VI. (1)
Regreso a París. 

Incluso habiendo encontrado  una nueva inspiración, Marión se sentía insegura. La ausencia de Mazlot le pesaba. Sin su misteriosa presencia, la cabaña y la playa le parecían lugares solitarios de nuevo. Se dio cuenta de que lo que la había atraído no era el lugar en sí, sino la extraña conexión que había forjado. Con una profunda melancolía, decidió que era hora de irse.
Tomó el lienzo del rostro del marino, se aseguró de que estuviera bien protegido y, junto con sus otros cuadros, los metió en el coche. Sin mirar atrás, condujo por el camino de conchas de almejas por última vez, alejándose de la cabaña, del hotel en ruinas, del mar y de los colores del atardecer. Volvía a París, pero esta vez, no lo hacía con la ansiedad de una búsqueda, sino con la quietud de una pintora que había encontrado su obra más importante en el lugar menos esperado.
Llegó a París de noche. La ciudad, que siempre había sido su refugio, la recibió con un estruendo de cláxones y luces de neón. El apartamento cerca de la Bastilla, con sus techos altos y sus ventanas que daban a la calle, le pareció un lugar seguro, un ancla en la realidad. Pero no podía sacudirse la sensación de que se había llevado algo más que sus cuadros de la playa. El retrato de Mazlot se le había quedado en su casa, envuelto con cuidado.
Lo primero que hizo fue tomar el teléfono y marcar el número de su mejor amiga.
—Margaret, soy Marión. He vuelto.
La voz de su amiga, Margaret Garnier, una marchante de arte, resonó del otro lado de la línea con una mezcla de alivio y exasperación.
—¡Marión! ¿Dónde te habías metido? Me dijiste que estarías fuera quince días. Tienes que terminar la obra, ¡la galería es mañana!
Marión no durmió. Pasó la noche en un estado de nerviosismo y excitación. Había colgado el teléfono sin dar más explicaciones a Margaret. Cuando la mañana llegó, el caos de París invadió su apartamento. La hora de la exposición se acercaba y ella todavía no se había vestido. Se estaba poniendo una blusa, con las manos temblorosas, cuando su teléfono sonó de nuevo. Era Margaret.
—Marión, pero ¿Qué haces? ¡La galería es a las diez en punto y ya son las diez y cinco! ¡La gente está aquí, la prensa! Marión sintió un nudo en el estómago. La presión la abrumó. Aún no se sentía lista para mostrar sus obras.
—Margaret, no sé si puedo...
Pero Margaret no la dejó terminar. Su voz estaba llena de un asombro que Marión nunca le había oído.
—¡No, Marión! Tienes que venir, ¡pero no te preocupes por la obra! Estás tardando mucho en arreglarte y la galería está repleta de gente. Tienes que venir a recibir la felicitación del público. Todos tus cuadros están vendidos. Otra cosa querida, el nombre que has puesto a la exposición me parece sublime... "Los pintores del mar"

Marión soltó el teléfono. Su mente se negaba a procesar las palabras de su amiga. Además, ella no había puesto ningún título a su exposición. ¿Sería cosa de Margaret?. Se puso su abrigo, tomó las llaves del coche  y se dirigió a la exposición como en un sueño. Cuando llegó a la galería, el ruido de la multitud era ensordecedor. Unas pocas personas que estaban fuera con copas de champán la miraron y empezaron a aplaudirla. Marión se abrió paso a través de la gente, sintiendo que el aire la abandonaba. El lugar estaba abarrotado, no cabía ni un alfiler. Todos hablaban de ella y de sus "Pintores del mar"

Y entonces lo vio. Su obra, la colección de cuadros no eran sus obras. Eran las pinturas de la tinta de calamar que había visto en el inmenso salón de fiestas del hotel en ruinas a priori todas las pinturas propiedad del misterioso y esquivo Mazlot. 

Estaban todas allí: los retratos de pescadores, las olas rompiendo contra las rocas, los barcos viejos y las siluetas de personas bailando bajo la luna. Todos vendidos, con el punto rojo reluciendo como una gota de sangre. Marión se quedó helada traspuesta. La confusión se transformó en un pánico frío. 

¿Cómo era posible? ¿Cómo habían llegado las obras de Mazlot de ese lugar remoto a una prestigiosa galería en París? Su cabeza daba vueltas, y en medio del caos, sus ojos se posaron en Margaret, que la miraba con una expresión extraña, a medio camino entre el alivio y la preocupación. La alegría de Marión por el éxito se mezcló con la confusión, una oleada de preguntas sin respuesta. Sintió que las rodillas le flaqueaban. El ruido de la galería se convirtió en un zumbido distante. La visión del rostro de Mazlot en su lienzo, la multitud, la alegría que no le pertenecía, el peso de la experiencia que había vivido... todo la golpeó a la vez. Marión sintió que el mundo se volvía negro, y se desmayó.

Capítulo. VI. (2)
De vuelta a la cabaña. 

Por fortuna, en la exposición había un médico que con rapidez y profesionalidad, la repuso. El misterio acababa de comenzar. Después de la exposición, Margaret y Marión se fueron a almorzar a un pequeño bistró cerca de la galería. El bullicio de la ciudad se sentía lejano, pero el silencio en la mesa era más fuerte que cualquier ruido. Margaret, con una copa de champán en la mano, no podía dejar de sonreír. Marión, sin embargo, estaba cabizbaja, melancólica, removiendo su sopa sin probarla.
—Marión, por el amor de Dios. No entiendo tu cara —dijo Margaret, su voz resonando con una mezcla de alegría y exasperación
—. Has triunfado. Has ganado el primer premio. Se han vendido todos tus cuadros. Me vas a contar qué pasa.
Marión miró su reflejo en la cuchara. Se sentía como una impostora, una ladrona que había robado el éxito de otro sin saberlo. El miedo de la noche en la cabaña había vuelto, y ahora tenía un nombre: Mazlot. La pregunta de Margaret pendía en el aire, exigiendo una respuesta que ella no se atrevía a dar. Marión tardó dos horas en contarlo todo. Con un hilo de voz, le relató a Margaret el viaje, el misterioso sendero de conchas, la voz en la oscuridad, la extraña presencia de Mazlot y su arte, la manera en que el hombre sabía detalles de su vida que no podía conocer y su repentina partida. Finalmente, con lágrimas en los ojos, le confesó que los cuadros expuestos en la galería no eran suyos, sino la sublime obra del pescador que había encontrado en el hotel en ruinas. Cuando Marión terminó, Margaret se levantó de su silla. La mesera la miró con asombro por el repentino ruido. Margaret no prestó atención. Su rostro, que antes rebosaba de alegría, ahora mostraba una seriedad que asustó a Marión.
—¿Entonces Mazlot es un genio? ¿Un artista desconocido, viviendo en la ruina de un hotel? —susurró Margaret, más para sí misma que para Marión. Luego, su mirada se encendió con una nueva determinación. Se puso el abrigo, agarró las llaves del coche y le dijo a Marión con voz firme:
—Ya sé lo que vamos a hacer. Vamos a ir a la cabaña ahora mismo. Y dijo: Vamos a encontrar a ese hombre. Ese genio no puede seguir pintando en la oscuridad. Agregando con voz firme: 

—Ya sé lo que vamos a hacer. Vamos a ir a la cabaña ahora mismo.
​—Espera —dijo Marión, deteniéndose en seco—. Antes tengo que ir a mi casa a recoger un cuadro que pinté en la cabaña, tal vez una obra que marcará mi existencia. 
Margaret la miró con impaciencia, pero al ver la seriedad en el rostro de su amiga, asintió. Se subieron al coche y condujeron de regreso al apartamento de Marión. La urgencia de la misión era palpable. Marión subió los escalones de dos en dos, abrió la puerta y se dirigió directamente al rincón de su estudio donde había guardado la obra. Allí estaba. El retrato que había hecho de Mazlot, envuelto con cuidado, un recuerdo de un encuentro que ahora parecía más un sueño que una realidad. Con las manos temblorosas, desveló la tela. El rostro del marino, con sus arrugas y la sabiduría en sus ojos, la miraba desde el lienzo. Era su verdad, su conexión personal con el misterio. Lo tomó y lo protegió con el brazo, como si fuera un tesoro. Sin decir una palabra, volvió al coche. Le dio la dirección a Margaret y se quedaron en silencio mientras el auto se dirigía hacia el sur. El sol ya comenzaba a descender, bañando las autopistas de París en un tono dorado.
—Y ahora sí —dijo Marión, con una calma que no sentía—. Nos vamos a la cabaña.
Capítulo. VII. 
El lienzo de la soledad. 

El viaje fue largo y tenso. Las luces de la ciudad se fueron apagando lentamente en el espejo retrovisor. La noche las alcanzó antes de que llegaran a la costa. El viento soplaba fuerte, y el ruido de las olas ya no era un murmullo lejano. Cuando llegaron, el sol se hundía en el horizonte, tiñendo el cielo de los mismos colores que Marión había buscado, en la orilla en otros días. 

Marión y Margaret se miraron. El silencio se llenó de un miedo compartido. El misterio que Marión había dejado atrás en la playa ahora las esperaba. Cuando llegaron a la playa, Marión salió del coche. El aire era frío, la brisa salada le golpeó la cara. El brillo de la luna llena iluminaba la orilla. Pero no había nada. Marión sintió que el mundo se le venía encima. No existía ni la cabaña que había sido su refugio ni el camino de conchas que la había guiado. El lugar estaba diáfano, todo era playa. Y el hotel en ruinas, la silueta fantasmal que había dominado el horizonte, también había desaparecido por completo. Lo único que seguía allí era la vieja barca al trasluz de la luna de plata y quizá el perfil de un hombre misterioso... 
El corazón de Marión se paralizó. El miedo que había sentido en la noche, el alivio del amanecer, la extraña conexión con Mazlot, el pánico de la galería... todo era una pesadilla, una locura. Se sintió a punto de volver a desmayarse, pero esta vez, el peso de la realidad la mantuvo anclada.
Margaret se paró a su lado, sus ojos se agrandaron en la oscuridad. Con una voz que Marión nunca le había oído, dijo: "Pero... ¿Dónde está?"
Marión no pudo responder. Solo se abrazó a sí misma. Las lágrimas corrían por sus mejillas. El misterio no era un hombre ni una obra de arte. El misterio era que el lugar no existía, y no había existido. Pero Marión tenía la única prueba. En su coche, envuelto con cuidado, llevaba el cuadro del rostro de un hombre que no vivía en ningún lugar. El único testigo de la surreal pesadilla que había vivido, el rostro de Mazlot, el pescador que pintaba con tinta de calamar en un hotel que no existía.

Entonces, la pintora y Margaret vieron la última pieza del rompecabezas. Lo único que quedaba de todo lo que Marión había visto era la barca donde pescaba el marino. Estaba varada en la arena, cerca de la orilla, pero se veía como si los años hubieran pasado sobre ella. Era más vieja, como si los mares se hubieran llevado su alma. Estaba oxidada, su pintura descolorida. Parecía derrotada.

Marión miró la barca y luego se llevó la mano al pecho. El misterio no tenía una explicación lógica, pero sí tenía una prueba. Tenía el cuadro del rostro del marino en el coche, y ahora, ante sus ojos, tenía el bote. Una obra de arte de tinta de calamar y un bote viejo y cansado. El fantasma de un hombre que había pintado en un hotel que no existía. Y Marión, que había venido a esta playa buscando un color, se marchaba con el corazón lleno de un misterio que jamás podría resolver. Un silencio profundo se instaló entre las dos mujeres. Marión, con una calma que no era suya, se soltó de su amiga y caminó hacia el coche. Abrió la puerta, cogió el cuadro del rostro de Mazlot y regresó a la orilla.

—Espera antes de irte, que regreso a Paris contigo —dijo Marión, con su voz resonando en el silencio de la noche.

Margaret la miró sin comprender, pero se detuvo. Marión se dirigió directamente a la barca. Sin dudarlo, colocó el cuadro en el interior, apoyado en el asiento de madera. El rostro del marino, iluminado por la luna, parecía sonreírle. Fue un último acto de fe. Acercó el dedo a sus labios y luego tocó con él la madera de la barca. Después, con la voz apenas audible, dijo adiós al mar. No había más preguntas, ni explicaciones. Marión había completado su viaje. Había llegado buscando un color y se había encontrado con un misterio. No se había marchado con la fama que le trajeron las obras del marino, sino con un secreto que solo ella y la barca compartían. Se subió al coche con Margaret y las dos se marcharon, dejando atrás el mar, la arena vacía y un cuadro, el de un hombre que no existía, en un bote que estaba demasiado solo, derruido, varado, derrotado. 


Capítulo. VIII. 
Un regreso al pasado. 

El motor del coche rugía suavemente, un murmullo constante que se perdía en la inmensidad de la noche. Marión y Margaret se habían marchado de la playa sin decir una palabra. Las luces de los pueblos que pasaban a toda velocidad se reflejaban en sus rostros, pero el silencio en el habitáculo era absoluto. Marión miraba la oscuridad del camino, reviviendo la imagen de la playa vacía y la barca solitaria. El cuadro que había dejado atrás ardía en su memoria, quizá en su corazón también... 

Fue Margaret quien, por fin, rompió el silencio. Su voz era un susurro, a medio camino entre la admiración y el miedo.

—Marión… —comenzó, y se detuvo, como si no encontrara las palabras correctas. Se giró hacia su amiga. Los ojos de Margaret, siempre tan pragmáticos, estaban llenos de una pregunta que no podía formular.

—Marión, él no era de este mundo, ¿verdad? Y, si lo era… ¿Cómo llegaron sus cuadros a la galería? ¿Y qué es lo que hay en esas pinturas que hizo que se vendieran todas?
El silencio regresó al coche, esta vez más pesado. Marión miraba por la ventana, con la imagen de la barca y el cuadro grabada en su mente. Margaret, impaciente por una respuesta, rompió el silencio de nuevo.

—Mira, Marión —dijo con una voz suave, pero firme—. Conozco un buen psiquiatra en París. Quizás deberías de ir a verte. Lo que te ha pasado hoy no es normal. Y no me digas que tú no has pintado esas pinturas que han ganado el concurso.

Marión se quedó en silencio, sin responder. La voz de Margaret era la voz de la razón, de la lógica. La misma lógica que decía que un hotel no podía desaparecer, que una barca no podía aparecer de la nada y que un hombre no podía saber tus secretos. Pero Marión ya no pertenecía a ese mundo. Ella había visto más allá de la lógica. Había visto el alma de un artista en un bote viejo y un misterio en los colores del atardecer.

Volvió a mirar por la ventana. Las luces de París empezaban a brillar en el horizonte. Margaret seguiría creyendo que su amiga se había desmayado por el estrés, y que los cuadros eran suyos, sin entender que había sido un acto de un milagro, un regalo que no podía ser explicado. Y Marión, en su corazón, sabía que era verdad. Había regresado a su mundo, pero ya no era la misma. Ahora era una artista que no solo pintaba cuadros, sino que vivía una obra de arte.

Margaret se detuvo frente al apartamento de Marión, en la calle cerca de la Bastilla. Apagó el motor y, en la oscuridad del coche, se giró hacia su amiga con una mirada de compasión.

—Así qué… —dijo Margaret con un suspiro pesado, como quien cede ante una realidad incómoda—, mañana te veré. Te dejaré en tu casa. Que descanses. Tómate algún comprimido. ¡Tienes infinidad de ofertas!...

La bohemia se bajó del coche, se despidió con un movimiento de cabeza y entró en su casa. Se paró en medio de su estudio, el mismo lugar donde soñó un día haber  pintado el rostro de Mazlot. El espacio, lleno de sus propios lienzos y botes de pintura, le pareció a la vez familiar y extraño. En es instante algo la turbó sobremanera. Sobre la chimenea se encontraba el cuadro de Mazlot, el mismo lienzo que horas antes hubo dejado en la penumbra de la playa dentro de la barca varada. Tuvo que sentarse, llamó la gendarmería francesa presa de un pánico inusual en ella. Les envío a los gendarmes una foto del cuadro de Mazlot y pidió todo los informes posibles, luego tomó un vaso de coñac de un sólo trago... 


Capitulo. IX. 
Crónicas de un misterio.  

Los primeros informes de la gendarmería respecto del misterioso Mazlot es que  nunca había existido ni poseído hotel, cabaña o barca alguna, así que Marión temió haberse vuelto loca y llamó a Margaret con premura... Entonces oyó su voz, antes de que le diera lugar de llamar a su representante: 

- ¿Me invitas a un te?
- ¡Qué haces aquí! ¿Quién eres tú? Y lo pellizco para comprobar si era de carne y hueso. En los ojos de Mazlot brillaba una luz que no parecía de este mundo... 
- Qué quieres... 
- Se me acaba el tiempo, Marión.  He venido a despedirme y a decirte que hace muchos años tú y yo... - En ese instante Mazlot se desvaneció para siempre y Marión perdió el conocimiento. 

Marión amaneció en un hospital privado llevada por su buena amiga y representante cuando esta comprobó que la artista no cogía el teléfono.... 

- Todos quieren conocerte. Es una gran noticia. Será muy complicado venir a Francia en los próximos meses. Qué dices Marión. No te alegras... 
- No sé si quiero ese éxito, sin él, el arte y la pintura ha perdido el sentido... 
- Hay otro asunto que tenemos que tratar, Marión. Un riquísimo y experto coleccionista de arte no deja de insistirme, quiere conocerte. Es tu mecenas, él compró todas aquellas pinturas hechas con tinta de calamar... Dice que debe haberlas cuidado muy bien porque tienen alrededor de doscientos años... 

Marión sonrió. Sin duda no estaba loca... Fue cuando una enfermera le comunicó que se asomara a la ventana que un apuesto señor se lo rogaba... Esgrimía un lienzo alzando su mano. Sin duda es Mazlot, se dijo Marión. Ella no dejó de mirarle él le sonrió y se esfumó con una brisa breve. 

Luego una chiquilla apareció de repente en la habitación de hospital donde se sanaba Marión. La niña llevaba el lienzo que Mazlot portaba en la calle, un cuadro que pareció haber sido pintado por Monet. En esa pintura se veía un bonito lago, algunos cisnes y una familia de cuatro personas. El padre de familia  era Mazlot, La madre Marión junto con sus dos hijos, un chica y un chico. Marión preguntó a la chica si sabía el título de la pintura y la jovencita respondió:

- El señor que me dio el cuadro me dijo que si usted me preguntaba por el título de la obra; yo de le dijera; "Los pintores del mar"





                                                                            FIN


Autor novela corta: Jorge Ofitas. 
Ilustraciones: Jorge Ofitas. 
Spain. 2025. ®. Europe. 2025. ®.

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